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El poder del beso o abrazo ritual

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“No viajes nunca con alguien que espere que seas atractivo e interesante todo el tiempo. En un largo viaje por fuerza habrá algunos trechos y momentos aburridos”.

Éste es un axioma ofrecido por Daniel Berrigan en sus “Mandamientos para el Largo Recorrido”, que contiene una fina sabiduría, ausente hoy día muchas veces en nuestros matrimonios, en nuestra vida de familia, nuestras amistades, nuestras iglesias y nuestra vida espiritual.


Hoy con frecuencia crucificamos no sólo a otros, sino también a nosotros mismos con la noción imposible de que, al interior de nuestras relaciones, de nuestras familias, de nuestras iglesias y de nuestra vida de oración, tenemos que estar alertas, atentos, entusiastas y emocionalmente presentes y en control todo el tiempo. Nunca se nos permite distraernos, aburrirnos y estar inquietos para pasar a alguna otra cosa, porque pesan sobre nosotros las presiones y el cansancio de nuestra vida. Nos sentimos culpables ante los otros y ante nosotros mismos con juicios como éstos: ¡Algunas veces estás demasiado distraído y cansado para escucharme realmente! ¡Tú estás realmente ausente en esta comida! ¡Te aburres en la Iglesia! ¡Estás demasiado inquieto para acabar esto! ¡No me amas como al principio! ¡No tienes puesto tu corazón en esto como acostumbrabas!

Aun cuando estos juicios muestran un reto saludable, también revelan una ingenuidad y falta de comprensión de lo que en realidad nos sostiene en nuestra vida diaria. Ritualmente nos hemos quedado atrofiados, como sin oído musical.

¿Qué quiero decir con esto? Veamos un ejemplo: Un estudio reciente sobre el matrimonio señala que a las parejas que acostumbran darse regularmente un beso o abrazo ritual antes de salir de casa por la mañana y otro abrazo o beso ritual por la noche, antes de retirarse, les va mejor que a los que dejan que este gesto se realice llevados de la espontaneidad o del humor momentáneos.

El estudio subraya que, aun cuando el beso ritual se haga de una forma distraída, apresurada, mecánica o moralmente obligada, realiza una función importante, a saber, habla de fidelidad y compromiso más allá de los altibajos de nuestras emociones, distracciones, cansancio en un día concreto. Es un ritual, un acto que se realiza regularmente para expresar precisamente lo que nuestras mentes y corazones no pueden decir siempre, a saber, que el rincón más profundo de nosotros permanece comprometido incluso en esos momentos en que estamos demasiado cansados, demasiado distraídos, demasiado enojados, demasiado aburridos, demasiado inquietos, demasiado preocupados por nosotros mismos o demasiado infieles -emocional o intelectualmente- como para estar tan atentos y presentes como debiéramos estar. El beso o abrazo ritual expresa que todavía amamos al otro y que permanecemos comprometidos, a pesar de los cambios y presiones inevitables que las épocas de la vida llevan consigo. Esto con frecuencia no se entiende hoy en día. Una sobre-idealización del amor, de la familia, de la iglesia y de la oración destroza con frecuencia la realidad. La cultura popular nos haría creer que el amor habría de ser siempre romántico, excitante e interesante, y que la falta de emoción excitante es señal de que algo marcha mal.

Los liturgistas y líderes de oración querrían hacernos creer que cada celebración de iglesia tiene que estar llena de entusiasmo y emoción, y que algo malo nos pasa cuando nos encontramos desinflados, aburridos, mirando a nuestro reloj y resistiendo a un atractivo emocional en la iglesia o en la oración.

En todas partes se nos advierte sobre los peligros de hacer algo simplemente porque es un deber, que hay algo que va mal cuando los movimientos del amor, oración o servicio se vuelven rutinarios. ¿Por qué hacer algo si no tienes puesto en ello tu corazón?

De nuevo, hay algo legítimo en estas advertencias: Deber y compromiso, sin corazón, al fin no se sostendrán. Sin embargo, admitido eso, es importante reconocer y señalar el hecho de que cualquier relación en el amor, en la familia, en la iglesia o en la oración solamente pueden mantenerse por un largo período de tiempo a través del ritual y de la rutina. El ritual sostiene al corazón, no a la inversa.

Es la fidelidad a la rutina de la vida de cada día, no la luna de miel, lo que en definitiva mantiene a un matrimonio. Es la fidelidad a estar simplemente en la comida de fin de semana, comida sencilla ingerida rápidamente y de modo distraído -no la enorme celebración o el suntuoso banquete- lo que sostiene la vida de familia.

La familia que exige que cada comida juntos sea un acontecimiento en el que cada uno se compromete afectivamente, e insiste en que las presiones del tiempo y la agenda personal no habrían de tenerse en cuenta, muy pronto notará que cada vez más miembros de la familia encuentran excusas para no estar allí. Y por buena razón: Nadie tiene energía para celebrar un banquete cada día. Efectivamente, nadie, excepto Dios, es inmune al simple cansancio, distracción, promiscuidad afectiva y preocupación de sí mismo que pueden hacer difícil al corazón estar alerta, atento, emocionalmente presente en cualquier momento.

El amor, como afirma el lenguaje familiar del Encuentro Matrimonial, se muestra en la decisión. Lo mismo cabe decir de la oración. Quien ora sólo cuando puede comprometer afectivamente su alma y corazón no mantendrá la oración durante mucho tiempo. Pero el hábito de oración, el ritual, la sencilla fidelidad al acto prometido, acudiendo a hacerlo sin tener en cuenta ni sentimientos ni humor, puede sostener la oración durante toda la vida y dominar el vagar de la mente y el corazón.

La repetición, dice Soren Kierkegaard, es nuestro pan de cada día.

(Fuente: Ciudad Redonda

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